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viernes, 12 de noviembre de 2010

El sector industrial ante el mayor reto de su historia

Aunque los profesionales del sector industrial han tenido que enfrentarse a auténticas de pruebas de fuego, la que tienen ahora planteada es todavía más fuerte y no porque deban superar nuevas exigencias técnicas o tecnológicas, sino porque les obliga a un cambio de mentalidad. Y este cambio catártico debe producirse porque es la única manera de sintonizar con el cliente de hoy, el cual se mueve en el plano emocional. Este cambio no significa que la producción y el producto dejen de tener importancia, sino que el cliente la empiece a tener de verdad.

Afirmar que el sector industrial de un cierto valor añadido está ante la mayor revolución en su gestión no es ninguna exageración. Sí es verdad que la implantación de los sistemas de aseguramiento de la calidad o el pasar del manejo manual de las máquinas a uno de control numérico o la introducción del CAD o la incorporación a la I+D…, han sido auténticas pruebas de fuego para sus profesionales, pero la que tienen ahora planteada lo es todavía más. Y no por sus exigencias técnicas o tecnológicas, sino porque les obliga a un cambio de mentalidad.

La mentalidad del técnico es formulística y paramétrica, de ahí que lo metodológico y sistémico sea su paradigma del éxito. Su aprendizaje es para hacer y si ese hacer se vuelve mecánico, mucho mejor. Adquiere conocimientos, experiencias y habilidades y hace. Aprende una serie de operaciones y las pone en acción. Este es el ambiente en el que se ha criado. Es la cultura de cultivar la relación con el trabajo, ignorando la relación consigo mismo y con los demás. Es natural, por tanto, que todo lo que se aparte de ese ecosistema lo perciba como algo etéreo y no le preste la menor atención.

Ahora bien, este menosprecio no es exclusivamente debido a una actitud, sino que también emerge el vértigo a quedarse sin el cimiento sobre el que ha fundamentado su profesionalidad, de ahí que, a modo de autodefensa, sea lógico que aparezca una oposición frontal a cualquier cambio de escenario.

Ya se puede intuir, pues, que cambiar esta mentalidad es verdaderamente complicado y se convierte en algo titánico si se sigue manteniendo a la ciencia, a la tecnología y a la innovación como únicas protagonistas de las respuestas a la problemática actual. ¿Cómo puede cambiar el profesional su mentalidad si el contexto no cambia? Y que nadie interprete que cambiar el contexto signifique no poner en marcha institutos de competitividad y consejos de investigación y tecnología o no elaborar planes de innovación social, no. Cambiar el contexto es no sustraerse a que, hoy, la adjudicación de un pedido de una máquina de electroerosión en base a una prueba real no llega al 3% o a que no es ninguna excepción que una empresa con una imagen de marca y de calidad inferior a otras sea líder del mercado o a que el 80% de los argumentos por los que se elige a un proveedor tiene carácter subjetivo o a que la media de trabajadores por empresa no llega a 15 o a que el valor de lo intangible está ya en el 62%.
Es decir, el cambio no está en que producción y producto dejen de tener importancia, sino en que el cliente empiece a tener una importancia de verdad.

Es muy probable que a más de un lector le pueda parecer un exceso esto de que el cliente empiece a tener importancia, porque, puede argüir, es raro quien no defienda con ardor que el cliente es el rey o que no apruebe la implantación de programas de gestión con el cliente. Y es verdad, pero también está demostrado que una cosa es lo que se piensa y otra lo que se siente. Hoy, se diga lo que se diga, el cliente no es importante en el corazón del profesional del sector industrial. Si realmente lo fuese, los estudios de investigación cualitativa serían algo normal, ¿cuántos se hacen?, la política de fidelización como modelo de gestión sería la existente, ¿en cuántas empresas está implantada?, la venta no sería concebida como el fin de la empresa, sino como la consecuencia de entusiasmar a ese cliente, ¿en cuántas empresas hay esta concepción?, los profesionales valorarían más al coeficiente emocional que al intelectual, ¿cuántos de éstos existen?, los profesionales darían más importancia a los beneficios del cliente que a la cifra de ventas, ¿cuántos hay de éstos? ...

Mientras no haya una toma de conciencia de qué es lo que efectivamente se siente, se seguirá afirmando que el cliente es la razón de ser de la empresa, pero en el fondo se le continuará sintiendo no más allá del proporcionador de ingresos. Racionalmente existe el convencimiento de la trascendencia del cliente, pero todavía no está integrado en el sentimiento. Este es, pues, el cambio catártico que debe producirse.

Y debe producirse porque es la única manera de poder sintonizar con el cliente de hoy, el cual sí ha tenido ya su cambio. Este cliente no es, ni por asomo, como el de hace tan solo unos pocos años. Si hasta hace muy poco el cliente era fiel en base a calidad y precio, hoy, esa fidelidad viene por lo que le proporciona el proveedor. El cambio ha sido radical y de fondo. Antes, la fidelización se fundamentaba en lo objetivo, hoy en lo subjetivo. Antes, siendo bueno en lo que se hacía se tenían clientes para siempre, hoy, además, hay que saber conectar emocionalmente con ellos. Antes, repetir era sinónimo de fidelidad, hoy ya no, por eso que sea cada día sea más frecuente que un cliente que durante toda su vida ha estado comprando al mismo proveedor, de repente se decida por otro y, además, sin dar ningún tipo de explicación. El cliente, hoy, es fiel por sentimiento, no por racionalidad.

Se está, por tanto, ante un cambio totalmente distinto. Hasta ahora siempre que se había hablado de cambio había sido porque así lo exigían las novedades tecnológicas. Hoy, al contrario, hablar de cambio es hablar de tener que sentir que el cliente es lo más importante. Es hablar que para converger con él hay que moverse en el plano emocional. Es hablar de estar en el mercado para crear sociedades exitosas con ese cliente y para hacerle sentirse mejor. Es hablar de detectar estados de ánimo, de comprender temores, de trasladar serenidad, de ser capaz de ponerse en los ‘zapatos’ del otro. Como se enunciaba, no es ninguna exageración la afirmación de estar ante el mayor reto en su historia del sector industrial.

Que la inteligencia emocional sea el piñón motor del engranaje que tiene como ruedas de transmisión, para llegar a la fidelización, a la empatía y a la confianza es duro de asimilar y de llevarlo a la práctica. La inteligencia emocional no es algo que se aprende memorísticamente en un libro o mecánicamente en una tarea. La inteligencia emocional es el resultado de un proceso que empieza por asumir desde el corazón, no es suficiente desde la mente, la existencia de las emociones. Continúa con el reconocimiento consciente del circuito del sentimiento: sensación, emoción, pensamiento y sentimiento. Y acaba con el control de esas emociones, lo que no debe confundirse con represión. De cómo de afinado sea este proceso (o dicho de otra forma, según sea el coeficiente emocional adquirido), así será el nivel de empatía, la llave para una buena relación con uno mismo y con los demás, clave para la creación de confianza, puerta ineludible a traspasar para llegar a la fidelización.

Un apunte final. Es evidente que un profesional inteligente emocionalmente no va a sustituir a la calidad, al precio, al servicio pos venta y al plazo, pero igual de fehaciente es que sin él no es posible la fidelización, la única garantía, por otra parte, de futuro.

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